Sobre los cafetaleros de Rafael Doniz
Víctor Muñoz
Frente a la obra de Rafael Doniz se tiene la sensación de presenciar el nacimiento de la observación, un desplegarse del mundo de los sentidos (porque esta fotografía no es sólo visual). Nuestra mirada toca y escucha, encuentra la puerta primigenia de la observación: un sencillo tendido de granos asoleándose en el beneficio de café genera la posibilidad de la revelación de todo un mundo.
¿Cómo se puede dar a nuestra mirada la exuberancia vegetal enmarcadora de la brecha rumbo al cafetal? La mirada de Rafael Doniz, a través de la cámara y su depurada técnica, lo hace exactamente de la misma manera que la cascarilla del café, cuando dibuja el soplo de un joven jornalero. Hace algunos años escribí sobre la fotografía de Rafael Doniz:
“A través de los intersticios de sus imágenes uno descubre y reconoce, encuentra vestigios de otros signos. En la hendidura de esa grieta de espacio y tiempo, sucede el encuentro donde se descubre, en lo representado, huellas de la relación esencial con el mundo”, las miradas posibles se posan en su esencia: la diversidad. En ese acto de la mirada hacemos la revisión de las superficies, sus texturas, las temperaturas, los sonidos y colores de lo fotografiado en blanco y negro. Y no es una paradoja. Es el gran paso que puede dar un fotógrafo como Doniz: poner en el papel la imagen desde una de las dimensiones más profundas de la mirada y sumarse a la búsqueda del sentido en las invisibles escalas y expresiones del ser.
Ante sus fotografías uno tiene la sensación de mirar tocando, una especie de tacto de la mirada, como si nuestras manos imaginarias se extendieran sobre las texturas, acariciando los detalles mínimos de las cosas y las personas. Y sobre todo, esa selección de encuadre sorprendente que Doniz hace de los objetos del trabajo y uso cotidiano que vienen de la cultura anterior al plástico.Es un privilegio presenciar el abrazo que una planta de café da a un niño cafetalero. Mientras ella extiende sus delicadas ramas de hojas sonrientes, él corresponde con su brazo nervado por la humedad caliente durante la pizca además de una mirada que delata felicidad por el encuentro. Ojos y dientes brillantes a la sombra de los guarumbos recortada por la luz.
La fotografía de lo que hacemos es uno de nuestros mejores retratos. Lo que hacemos, lo hacemos desde el saber, y eso permite al retrato aproximarse profundamente a lo que somos. Mirar los retratos que Rafael Doniz ha hecho de estos trabajadores parece conducir nuestra contemplación hasta el jardín de las delicias. Pero nuestra mirada –que nunca es inocente por estar cargada de conocimientos rudimentarios– nos obliga a preguntar, por ejemplo, sobre esa abuela cafetalera hincada, sosteniendo entre sus bellas manos el cesto de café en cereza: ¿qué es lo que mira su pensamiento? Ella, que lleva la fuerza de la dignidad en la blusa bordada y en la blanca falda. Sabemos de tiempo atrás que los campesinos cafetaleros, muchos de ellos jornaleros, son de los sectores más pobres del campo mexicano. Sobre todo los que están desorganizados, porque no se puede enfrentar en esas condiciones la rudeza de la escasa tierra y el precio del café dictado por el mercado internacional sobreofertado.
Estamos entonces ante una fotografía cuya estética radica en mostrar los lugares del mundo que parecen olvidarse en el progreso explotador y descuidado. Lugares que son como el oro que no brilla: la esencia de la lucha por mantener la dignidad de la vida frente a los embates de una economía de la rapiña competitiva y global. Estas fotografías de Doniz nos regalan la posibilidad de atisbar otro mundo posible: la utopía de otro país.
México, D. F., 17 de noviembre de 2006